En su discurso, Felipe VI no ha traspasado la lineas de su padre en el discurso del 22 de noviembre de 1975 respecto al punto crucial de la unidad de España.
Pero han transcurrido entre ambos discursos casi 39 años.
Y, sobre todo, aquella apelación de Juan Carlos I a la "unidad del Reinado y del Estado" fue preconstitucional. Tres años más tarde, la Constitución de 1978 introducía, por ejemplo, en su artículo II el término nacionalidades.
"La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas".
La palabra nacionalidades fue objeto de debates y varios diputados de la Alianza Popular de Manuel Fraga se abstuvieron o votaron en contra entre otras razones por la introducción de dicha palabra.
Entonces no había ni amenaza inminente ni referéndum sobre Cataluña sobre la mesa.
En su discurso, Felipe VI reconoce implícitamente el matiz de lo que supone ser un rey constitucional.
"Hoy puedo afirmar ante estas Cámaras -y lo celebro- que comienza el reinado de un Rey constitucional. Un Rey que accede a la primera magistratura del Estado de acuerdo con una Constitución que fue refrendada por los españoles y que es nuestra norma suprema desde hace ya más de 35 años", señala.
Y añade: "Un Rey que debe atenerse al ejercicio de las funciones que constitucionalmente le han sido encomendadas y, por ello, ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, asumir su más alta representación y arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones".
Todas las referencias a la unidad de España, pues, se mantienen dentro del cuadro del discurso de Juan Carlos I.
Y, sin embargo, a la pregunta de si Felipe VI podía matizar, avanzar algunos pasos, la respuesta es sí. Porque la Constitución de 1978 es su paraguas.
Pero cuando la reivindica en este asunto se limita a decir: "Desde que en 1978 la Constitución reconoció nuestra diversidad como una característica que define nuestra propia identidad, al proclamar su voluntad de proteger a todos los pueblos de España, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. Una diversidad que nace de nuestra historia, nos engrandece y nos debe fortalecer".
Pues eso, parece que no hay nada que hacer.
Pero, al tiempo, el nuevo rey insinúa que tampoco parece conformarse o resignarse simplemente con cuadrarse ante la Constitución.
Lo dice él mismo: "Pero las exigencias de la Corona no se agotan en el cumplimiento de sus funciones constitucionales".
Sugiere, o eso parece, la posibilidad de hacer algo: "Deseamos, en fin, una España en la que no se rompan nunca los puentes del entendimiento, que es uno de los principios inspiradores de nuestro espíritu constitucional".
Y, sin embargo, cuando precisamente podía matizar, ha preferido no ir más allá de la posición tradicional, preconstitucional incluso, sobre el tema de la nación española.
Felipe VI ha centrado los mensajes, por así decir, más penetrantes, en la renovación de la monarquía. Ha insistido en "una monarquía renovada para un tiempo nuevo".
En realidad, estamos hablando de una monarquía "depurada". A través de la abdicación de Juan Carlos I y la proclamación de Felipe VI asistimos a un proceso de depuración. Y desembocamos en la "renovación".
Es esto lo que viene a reconocer Felipe VI: "Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren -y la ejemplaridad presida- nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no sólo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de los ciudadanos".
La crisis económica y social ocupa su lugar.
Pero si en medio de la crisis de 1974-75, desencadenada por la cuadruplicación de los precios del petróleo de 1973, el rey puso el dedo en la llaga sin ambages, Felipe VI ha realizado una descripción vaga. Juan Carlos I dijo: "Hoy queremos proclamar que no queremos ni un español sin trabajo, ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos". Ni un español sin trabajo ni, diríamos hoy, trabajos basura o minijobs.
Felipe VI: "Señorías, quiero también transmitir mi cercanía y solidaridad a todos aquellos ciudadanos a los que el rigor de la crisis económica ha golpeado duramente hasta verse heridos en su dignidad como personas. Tenemos con ellos el deber moral de trabajar para revertir esta situación y el deber ciudadano de ofrecer protección a las personas y a las familias más vulnerables. Y tenemos también la obligación de transmitir un mensaje de esperanza -especialmente a los más jóvenes- de que la solución de sus problemas y en particular la obtención de un empleo, sea una prioridad para la sociedad y para el Estado. Sé que todas sus Señorías comparten estas preocupaciones y estos objetivos".
No hay referencia a la desigualdad social, a la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres.
¿Qué pasa? ¿Que ello supone arruinar la marca España? ¿Implica contradecir la frágil y tenue, ministro Luis de Guindos dixit, recuperación?
Se queda corto y escaso también al hablar de Europa, al pintar una Europa teórica, ideal, en abstracto, en la cual la cohesión social se rompe, según han transmitido los ciudadanos europeos, y entre ellos los españoles, en las elecciones del 25 de Mayo de 2014. Los resultados han sido un virtual auto de procesamiento de la austeridad, del paro y de las tendencias deflacionistas, resultado todo ello de una política económica que en lugar de resolver los problemas ha provocado más recesión.
Si hasta Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo (BCE), pudo reconocer de facto la noche del 25 de mayo que la desafección hacia los grandes partidos de gobierno era el producto de la política económica. "En toda Europa, la gente está claramente en retirada [respecto a los grandes partidos], quiere respuestas al espinoso problema del crecimiento", dijo en Lisboa.
Felipe VI parece haber optado por considerar que, en realidad, la tarea que le competía era la de depurar y renovar a la monarquía para garantizar su continuidad.
Todo, pues, está preparado.
Felipe VI ha hecho (referencia al Quijote) y después ha hablado. Es el rey esperanzado.
Sobre todo a unas semanas de que el juez José Castro dicte su auto de transformación de las diligencias previas en procedimiento abreviado en el caso Urdangarín.
Allí deberá despejar la incógnita sobre si mantiene la imputación de la infanta Cristina o la cancela. Pero aunque la mantenga, el fiscal Pedro Horrach y la Abogacía del Estado la van a recurrir ante la sección segunda de lo penal de la Audiencia de Palma de Mallorca.
La Audiencia podrá confirmarla o no. Pero lo esencial es que el último paso procesal es el auto de apertura de juicio oral.
Y en este auto, que no es recurrible, si Horrach y la Abogacía no acusan por delito fiscal, como ya está claro, el juez no podrá acusar a la infanta Cristina, esto es, no podrá sentarla en el banquillo.
Doctrina Botín obliga.